“Pobreza y salud mental: dos caras de una misma moneda”
Cuando Mariana perdió su empleo, lo primero que pensó fue que encontraría otro pronto. Era una mujer preparada, con años de experiencia y una red de contactos que, hasta ese momento, le parecía sólida. Pero las semanas pasaron, los ahorros comenzaron a agotarse y el ánimo a desmoronarse. Al cabo de tres meses, Mariana no solo enfrentaba problemas económicos: también sufría insomnio, ansiedad constante y un sentimiento de inutilidad que no sabía cómo combatir.
¿Dónde empieza la pobreza y dónde comienza el deterioro de la salud mental? A veces, ambas cosas llegan juntas, o una se convierte en la causa de la otra.
En todo el mundo, las personas que viven en situación de pobreza tienen un riesgo significativamente mayor de sufrir trastornos mentales. La falta de recursos no solo limita el acceso a lo básico —alimentación, vivienda digna, educación o servicios médicos—, sino que también genera un estado de estrés crónico que va calando en el cuerpo y en la mente. El miedo constante a no llegar a fin de mes, la incertidumbre laboral, las deudas o la imposibilidad de ofrecer seguridad a los propios hijos se convierten en una carga emocional difícil de sostener.
Pero el vínculo también funciona en sentido contrario. Quienes atraviesan problemas de salud mental severos muchas veces ven afectadas sus posibilidades de trabajar, estudiar o relacionarse. Una persona con depresión profunda o con un trastorno de ansiedad no diagnosticado puede tener dificultades para rendir en su empleo o incluso conservarlo. Así, se instala un círculo vicioso: la salud mental deteriorada dificulta salir de la pobreza, y la pobreza perpetúa o agrava el deterioro emocional.
A menudo, este problema se agrava por la invisibilidad social. Las políticas públicas rara vez abordan estos dos problemas de forma conjunta. La salud mental se sigue tratando como un asunto individual, y la pobreza como una cuestión económica. Pero la realidad es más compleja. En muchos barrios marginados, por ejemplo, no hay servicios psicológicos accesibles, o estos están saturados. ¿Cómo puede alguien sanar emocionalmente si no tiene garantizado un techo seguro o una comida al día?
Algunos países han comenzado a implementar programas integrales que combinan atención en salud mental con medidas de apoyo económico, acompañamiento social y fortalecimiento comunitario. Estos enfoques, aunque aún incipientes, ofrecen una vía esperanzadora: una mirada que entienda que no hay salud sin justicia social.
Porque al final, no se trata solo de asistir a quienes sufren, sino de transformar las condiciones que hacen que tanto sufrimiento sea inevitable. Reconocer la relación entre pobreza y salud mental no es solo una cuestión académica o estadística: es un paso necesario para construir una sociedad más justa, más empática y más humana.
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